Comencemos por advertir una verdad de fe: Y es que el Espíritu Santo viene a nosotros, vive en nosotros y ora en nosotros como dice la Iglesia con gemidos inenarrables, y como no pongamos obstáculos, obra en nosotros.
Y en esa cooperación está el secreto de nuestra santificación.
La síntesis, la cúspide de la perfección, es el amor de Dios. Pues he aquí lo que pedimos al Espíritu Santo: que nos encienda en el fuego del amor de Dios. Si el Espíritu Santo enciende en nosotros el fuego del amor, y en nuestros corazones arde el amor de Dios, todas las demás virtudes se nos darán por añadidura. Cuando hay verdadero amor de Dios en el alma, el amor hace milagros: el amor supera el entendimiento; supera las pasiones; supera los instintos, las dificultades, los enemigos. El amor supera los imposibles.
Pedimos amor, fuego; no calor. El calor es un efecto: la causa es el fuego. No pedimos calor, que es afectividad, que es sentimiento, que es emoción del amor, ¡no! Sino fuego creador del calor, y cuando arda en nosotros, en nuestros corazones el amor, porque nuestros corazones estén ardiendo en contacto con ese fuego del amor divino, entonces, calentaremos a todos los que se acerquen, como sucedió a los de Emaús, que su corazón ardía, ¿por qué? Porque estaban en contacto con un volcán de amor.
Todo esto quiere decir muchas cosas: entre otras, que no os preocupéis, que vosotras correspondáis a la gracia y Dios hará lo demás. Yo tengo que morir y no podré daros clases ni pláticas, ni círculos, ni meditaciones, ni retiros… Pero ahí está Dios que no se muere, el Espíritu Santo, que hará su obra, no tanto en beneficio vuestro, cuanto de las almas. Y así como los apóstoles transformados, transformaron el mundo, así vosotras. La gracia crea en nosotros lo sobrenatural y lo esencial y los puntos de mira y las intenciones y los deseos; la causa y los efectos. Es el mismo Espíritu Santo que a los Apóstoles rudos, egoístas, interesados, transformó. De ellos sacó Apóstoles y ¡qué Apóstoles!
Pidamos al Espíritu Santo que nos ponga al abrigo de los egoísmos, de las pasiones. Y discurriendo así por una parte por la puerta de la razón y si Él quiere además por la inspiración, entonces gozaremos de sus celestiales consuelos, porque si hay alguna consolación digna de ser gozada, es la consolación de estar en la verdad.
Pidamos que nos conceda estar siempre en la verdad y comenzamos a estar cerca de la verdad cuando huimos del egoísmo, de la cabezonería, de la aferración al propio juicio, o nos lo confirma la Iglesia por un ministro suyo, y si no hay esta consolación en la verdad, hay para temer que no estamos en la verdad.
Mirad (…) si en el cielo no tuviéramos más que conocimiento intuitivo y no tuviéramos amor, no seríamos felices. El mero conocimiento no hace felices. Ved la importancia que tiene pedir al Espíritu Santo en la Comunión o como Él quiera – que también puede el Espíritu Santo comulgarse con las almas -, que nos llene los corazones de su amor y nos transforme: que cree en nosotros esa modalidad de un alma que quiere servir a Dios; que cree en nosotros la manera de ser apostólica para que así comencemos a transformar este mundo, y que el Espíritu Santo nos dé a conocer las cosas rectas, y en este valle de lágrimas, en este destierro donde parece que el sufrimiento y el dolor tienen su asiento, que nos permita gozar de sus consolaciones, no para gozarnos sino para que este goce de las divinas consolaciones nos aumente la capacidad de trabajo y nos gastemos como una vela por la gloria de Dios y la Salvación de las almas.
Pentecostés, Santander 1957
Venerable Doroteo Hernández Vera